Un día de enero de
1671, la ciencia y la tecnología militares de la época soplaron en la oreja del
rey español Carlos II —llamado también «El Hechizado»— la urgencia de amurallar
la villa de San Cristóbal de La Habana. 192 años después, la ciencia y
tecnología bélicas del siglo XIX musitaron, esta vez al oído de una reina
—Isabel II—, que la muralla resultaba ya inoperante y lo mejor sería llevársela
en claro.
Entonces no existían
conceptos para definir valor patrimonial y sus dimensiones culturales e
históricas; tampoco había políticas para la conservación de toda huella
material o espiritual, representadas en objetos decorativos y utilitarios, en
construcciones, tradiciones y costumbres con trascendencia en la historia.
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De haber sido
conservada, hoy la muralla de La Habana habría sido orgullo de casi todo el
mundo.
Esa misma falta de
visión patrimonial hizo que alguien con poder un día decidiera la obsolescencia
total del peculiar tren eléctrico Habana-Matanzas y pensó en sustituirlo por la
modernidad del diesel. Pero ese alguien estaba en el siglo XXI y colisionó con
un alter de profunda percepción de la memoria histórica y, por suerte, también
con poder. El tren se ha salvado, sigue en su trayecto Casablanca/Hershey/Versalles
y pudiera incluso alcanzar nueva dimensión sociocultural y económica.
No tuvo igual suerte
la vieja estación de ferrocarril de la ciudad de Palma Soriano, en Santiago de
Cuba. A finales de los 70 la vetusta edificación —como sacada de una película
de Buster Keaton— mostraba aún la estampa propia del desarrollo industrial
originado por uno de los primeros ingenios azucareros electrificados de Cuba.
Alguien consideró más apropiado desmantelarla que rescatarla. Y construyeron en
su lugar un deslucido adefesio de concreto.
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Con el desarrollo del
concepto de patrimonio, a partir de la segunda mitad del siglo pasado algunos
países reevaluaron el legado de la revolución industrial: por trascendencia
histórica, por significación afectiva o porque podía tener un valor agregado
del turismo. Nacía la idea del patrimonio industrial.
Entraron en acción
nuevas concepciones estéticas de lo bonito, lo feo y lo auténtico; de lo nuevo,
lo viejo y lo trascendente; de lo exitoso, lo sostenible y lo justo.
En Cuba, gracias a
este discernimiento no se desmanteló un legendario sistema ferroviario de los
Planos Inclinados, para transportar minerales. Ubicado en la pendiente formada
por la meseta Pinares y el valle de Mayarí, en el norte de la Provincia
Holguín, tiene más cien años de construido y muestra buen estado de
conservación.
En virtud de una
política refrendada por ley, muchos promueven el rescate de la vieja mina de
Matahambre, la Papelera Nacional Moderna, la fábrica de aceite de maní El
Cocinero, la Planta Generadora de Electricidad de Tallapiedra o la Real Fábrica
de Tabacos Partagás —la más antigua de Cuba aún en actividad—, entre un montón
de sitios cubanos que esperan el mismo soplo de suerte. Son todas instalaciones
de grandes dimensiones, alta calidad de construcción, raras concepciones
volumétricas y muchas con máquinas y equipos originales, verdaderas piezas de
museo.
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La industria azucarera
cubana, el mayor y conflictivo campo de controversias en muchos temas, es tal
vez la esfera nacional que mejor refleja el dilema. El profundo vacío que ha
dejado el desmantelamiento de una parte de ese patrimonio industrial va a
necesitar un debate colosal y doloroso. El antiguo central Hershey, hoy
desactivado, es un curioso ejemplo estudiado profusamente para su rescate, a
partir nuevas proyecciones socio-económicas, explotación turística y
aprovechamiento del paisaje. Pero los demás puede que no tengan la misma
suerte.
Rescatar una vieja
fábrica, mantener funcionando una locomotora de vapor o convertir la
instalación de una antigua industria en complejo sociocultural, pudiera parecer
una vanidad cara. Es en verdad cuestión de financiamiento, como también de mentalidad.
Y esta depende del conocimiento.
A veces la ignorancia
es más desastrosa que la falta de dineros.
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