Los tejares tuvieron
en el progreso de esta villa cubana tanta significación como el resto de las
actividades económicas que pronto la dinamizaron hasta convertirla en una
importante zona para el país.
Transcurridos casi
cinco siglos, esos sitios se ubican en la memoria histórica del legendario
Camagüey como un valioso patrimonio industrial y cultural de la urbe, donde
hasta nuestros días existe una enorme tradición alfarera.
En esta tierra, la utilización del barro para los más diversos usos desde tiempos remotos devino signo de identidad que se trasluce en la imagen urbana más vieja con sus coloniales viviendas y típicos tinajones, en las costumbres de la gente y, más contemporáneamente, en las obras de arte.
En esta tierra, la utilización del barro para los más diversos usos desde tiempos remotos devino signo de identidad que se trasluce en la imagen urbana más vieja con sus coloniales viviendas y típicos tinajones, en las costumbres de la gente y, más contemporáneamente, en las obras de arte.
La alfarería llegó a
ser aquí una industria indispensable, activada dentro del complejo productivo
conformado en las propiedades rurales del aquel entonces, las cuales además de
la producción ganadera y agrícola, también tenían tenerías y cererías,
colmenares, vegas de tabaco, además de fabricar azúcar, raspadura, queso y
casabe.
Aunque se desconoce la fecha exacta en que
comenzó a emplearse el barro por los colonizadores, los investigadores estiman
debió ser inmediato a la fundación de la villa en el siglo XVI, por la
presencia de yacimientos donde los aborígenes practicaban la técnica y al
conocimiento de los peninsulares sobre el particular.
Con sello propio, la explotación del barro
penetró inmediatamente la actividad constructora en el emporio al ser empleado
en la elaboración de ladrillos, tejas, pisos y paredes.
Se dice que el uso del ladrillo y la teja como
materiales constructivos fue una solución ventajosa en el territorio con
respecto a los de origen vegetal (madera y guano) por ser incombustibles y
duraderos.
Buena parte de la población los usaba por ser
abundantes y tener bajos precios. Los vecinos con mayores posibilidades
económicas fueron quienes construyeron aquí las primeras viviendas de
mampostería.
Merecidamente, la cubierta a varias aguas de
tejas criollas, de barro cocido, que permanecen aún en períodos arquitectónicos
avanzados como el eclecticismo, instituyen la volumetría del núcleo urbano más
antiguo, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
A ese conjunto el noble material rojizo de
Camagüey le confiere un color característico, digno de admiración aún pasados
los años.
Según la investigadora Lilian María Aróstegui,
las casas de algunos vecinos de la otrora Santa María del Puerto del Príncipe,
como la de Doña Clara Lazo (1601), doña Elvira de Rojas (1629) y Alonso Núñez
(1641), manifiestan la antigüedad de la usanza de la cubierta de teja en la
ciudad.
Del siglo XVII se infiere también la
existencia de una calera (1644), propiedad del doctor Lope de Zayas Bazán y
Rojas, de acuerdo con documentos consultados.
En el siglo XVIII, en el repertorio urbano ya
hay una numerosa presencia de casas y colgadizos con paredes de ladrillo y
techos de teja, en el cual se distinguen las nueves iglesias edificadas aquí.
Las iglesias -todas de ladrillos y teja-
expresaron en la época el adelanto urbano arquitectónico de la comarca, donde
esos recursos abaratados eran bien aprovechados para la construcción de
edificios.
El barro se usaba también a fin de
confeccionar un variado surtido de artículos para la cocina, algunos de los
cuales sirven desde el siglo XIX, refieren, para funciones religiosas, y la
fabricación de grandes recipientes -tinajones- con vistas a la recolección de
agua de lluvia.
La actividad alfarera, infieren estudiosos,
cobijó además la demanda para el comercio con recipientes capaces de soportar
viajes por mar o en arrias de mula, acopiar agua y pertrechar a la cocina con
los utensilios necesarios. Ya en 1620 el reconocido alfarero Simeón Recio
fabricaba tinajones con una capacidad de 100 arrobas de agua.
Las panzudas y exuberantes vasijas, parecidas
a los andaluzas, colocadas en las viviendas principeñas, hicieron que a
Camagüey se le conozca en la isla como la "ciudad de los tinajones".
DESARROLLO, OCASO Y
RESCATE
En el siglo XIX había
en la ciudad de Camagüey 22 tejares con los nombres de Carrasco, Cayo Miranda,
Los Frailes, Muese, La Empresa, Quiñones, Santo Domingo, Wilson o Los Ingleses
(antes Santo Domingo), El Rincón de Santo Domingo, San José, Sevilla, La Ninfa
y La Caridad o Forcada.
Además, Santa Rosa de los Muñecos, Vista
Hermosa, San Lázaro, El Olimpo, La Condesa, José Adriano Mora, La Caridad,
Canabacoa y Brache.
El tejar de Carrasco, uno de los pocos que
todavía funciona, era reconocido desde la segunda mitad del siglo XVIII. En ese
tiempo, algunos productos de las crecientes exportaciones de la villa como
aguardiente, cebo, manteca de puerco y miel de purga, entre otros, requerían de
las vasijas de barro para enfrentar los largos viajes.
Situados en los ejidos de la antigua villa,
los tejares funcionaban con escasa mano de obra esclava que garantizaba todo el
trabajo, bajo las órdenes de algún maestro alfarero. Como máximo estaba
compuesta por cinco hombres de casta conga, carabalí y criolla, según los
documentos.
Aróstegui reseña como
características comunes entre los tejares su ubicación a una milla de distancia
de la población como promedio y la proximidad a las fuentes de abasto de agua y
a los caminos, con el propósito de facilitar el traslado hacia la metrópoli.
Allí se producían, además de las tejas y ladrillos,
los populosos tinajones y otros artículos de cocina como tinajas, cazuelas,
jarritas y fuentes, entre otros.
De acuerdo con los escritos conservados en los Protocolos Notariales, argumenta la investigadora, una tinaja con tapa y caracol o un tinajero también con tapa y caracol, por ejemplo, costaban tres reales, una tinaja de la tierra y otra de castilla, dos reales cada una, cinco cazuelas y dos jarritas de barro y una fuentecita de barro criollo, un real.
De acuerdo con los escritos conservados en los Protocolos Notariales, argumenta la investigadora, una tinaja con tapa y caracol o un tinajero también con tapa y caracol, por ejemplo, costaban tres reales, una tinaja de la tierra y otra de castilla, dos reales cada una, cinco cazuelas y dos jarritas de barro y una fuentecita de barro criollo, un real.
Los tinajones grandes oscilaban entre los ocho
y 17 pesos, dos grandes valían 36 y dos chicos, nueve, mientras que las tejas y
ladrillos se vendían por millar.
El precio de las tejas
variaba entre 12 y 17 pesos, en dependencia del tamaño o si eran de caballete.
Los ladrillos se hacían sencillos, dobles, semidobles y para columnas y su
valor era de 12 pesos.
Las paredes dobles se valoraban desde los 18
reales a dos pesos la vara, y de nueve reales a un peso las sencillas, el valor
de los pisos de ladrillo y pisos machos estaba en dependencia del área
cubierta.
Aparte de los esclavos, componían los tejares
la casa de tejar, moldes de ladrillos, galápagos (moldes de las tejas y
gracidillas), gradillas semidobles y dobles, cuadradas y de suelos, la casa de
hornos, la mesa de cortar tejas, bueyes, mulas y caballos, carretas, siembras y
aves, muebles de cocina y enseres necesarios, describe Lilian.
Con la instauración de la República
neocolonial a inicios del pasado siglo, la industria del tejar se deterioró,
pues los cambios en la urbe con vistas a su crecimiento y modernización
arrebataron los terrenos donde estaban ubicados los tejares y, en su lugar, las
compañías construyeron repartos residenciales.
Ello debido a su cercanía con la población, la
vinculación con importantes vías de comunicación y la presencia de fuentes de
abasto de agua.
Pocos tejares quedaron en explotación, cuya
presencia se dilató al siglo XX. Pero solo fabricaban ladrillos y tejas
demandados por el crecimiento arquitectónico de la ciudad.
La loza industrial desplazó a los utensilios
de cocina de barro, gran parte de la población dejó de emplear el tinajón para
recoger agua por la llegada del acueducto local, mientras la tinaja y el
tinajero cedieron funciones al refrigerador.
De hecho, la modificación de costumbres y modo de vida de la gente hizo desaparecer por buen tiempo la técnica de fabricación del tinajón, rescatada en 1975 por los artesanos Miguel Báez, Ángel Pareta y Darío Fragoso.
De hecho, la modificación de costumbres y modo de vida de la gente hizo desaparecer por buen tiempo la técnica de fabricación del tinajón, rescatada en 1975 por los artesanos Miguel Báez, Ángel Pareta y Darío Fragoso.
Ellos crearon ese año un tinajón de 1,50 de
alto y cuatro de ancho, dando vitalidad nuevamente a esa vieja práctica
alfarera del Camagüey.
Actualmente persiste, aunque en menos
proporciones, la tejería encaminada a la obtención de materiales constructivos
como ladrillos, tejas, rasillas y tubos. También se fabrican lozas y objetos
decorativos.
Pero, en la fuerte expresión de la cerámica
artística local pervive de muchas maneras esa tradición alfarera que le propinó
a la ciudad un símbolo para la eternidad y dialoga continuamente con la
imaginación de los artistas y sus sorprendentes creaciones.
La huella de la
arcilla asegura asimismo la diversidad de temas en su vínculo hoy con otras
manifestaciones de las artes plásticas como la escultura, el urbanismo, la
arquitectura y el diseño, y el empleo de nuevos materiales.
http://www.prensa-latina.cu
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