Artículo de Jesús Bombín
Una harinera del siglo XIX, una serrería, casas de esquileo o una aceña lo tienen difícil para competir en atención con una ermita románica del siglo XII. Todos ellos son vestigios de memoria colectiva, pero no gozan de la misma consideración. La ermita se identifica sin vacilar con riqueza cultural y moviliza más sensibilidades en caso de precisar restauración.
Con todo, las harineras, fábricas –algunas vivas, otras en desuso– o molinos integran parte de los 4.887 bienes del inventario de patrimonio industrial de Castilla y León, un catálogo de las construcciones más escondidas, surgidas en un pasado no tan remoto, que nos recuerda cómo hemos sido y la velocidad de vértigo a la que hemos cambiado en usos laborales y modos de vida.
Serrerías, canales, silos, ferrerías, aceñas, edificios fabriles, textiles, estaciones de tren o instalaciones mineras salpican los 94.223 kilómetros cuadrados de Castilla y León y su valor histórico ha sido reunido en un inventario promovido por la Consejería de Cultura y Turismo. Todos ellos, bienes muebles e inmuebles, lo tienen difícil para descollar en una comunidad que cuenta con ocho bienes Patrimonio de la Humanidad, 1.800 Bienes de Interés Cultural, más de quinientos castillos y fortalezas y es toda una potencia de primer orden en arte románico.
En pugna con el patrimonio monumental más reconocible, los vestigios industriales están ahí, catalogados junto a instalaciones y maquinaria, ingenios e infraestructuras asociadas en su día a un progreso ya caducado, testimonio del hacer industrial de una sociedad y una época.
Con la información acumulada, la administración regional se plantea ahora crear un producto «turístico y cultural» aprovechando los recursos y atractivos que ofrecen batanes, tenerías, casas de esquileo y cualquier edificio o infraestructura incluida en un catálogo que añade propuestas de intervención, conservación y servirá de referencia con vistas a su preservación. «La asignatura pendiente junto con esa labor de protección técnica y legal es la puesta en valor; lo hemos hecho con el románico y de igual modo se va a hacer con el patrimonio industrial», explica Enrique Sáiz, director regional de Patrimonio.
La elaboración de este catálogo se atiene al Plan PAHIS (2004-2012) del Patrimonio Histórico de Castilla y León, en el que se recoge «una nueva visión y concepto del patrimonio que incluye bienes que antes no se contemplaban o no eran suficientemente valorados».
Este documento de referencia expira este año. El próximo plan de intervención en el patrimonio que se está diseñando profundizará en los mecanismos de gestión que atañen al patrimonio industrial. «Estamos planteándonos qué piezas se pueden declarar Bien de Interés Cultural y qué otras simplemente se mantendrían en el inventario. Es importante tener sistematizado el conjunto y al alcance la visión de todo el territorio», apunta Sáiz.
El inventario de patrimonio industrial se estructura en varias tipologías de edificios y bienes que abarcan desde el sector minero, fabril o textil, hasta instalaciones como ferrerías, aceñas, industria de la madera, sector energético (centrales, presas de embalses, etc) o del sector agroalimentario como molinos hidraúlicos y silos.
La acotación cronológica se centra en las infraestructuras construidas desde el siglo XIX hasta la segunda mitad del XX, si bien algunas de ellas son de época muy anterior y se incluyen en virtud de su gran relevancia histórica o etnográfica.
El arquitecto francés Viollet le Duc anticipó en el siglo XIX que «la mejor forma de preservar un edificio es encontrar un uso para él», una exhortación tan vigente como ardua de poner en práctica dos siglos después. El uso y la puesta en valor es una tabla de salvación en la que no caben todos los edificios de patrimonio industrial, dada la amplia lista de candidatos a ocuparla. Entre los elegidos y en calidad de referentes en Castilla y León figuran, entre otros, la Casa de la Moneda de Segovia, la harinera San Antonio de Medina de Rioseco o la ferrería de San Blas, en Sabero, que han dado lugar a proyectos y museos de referencia. En un contexto como el presente, con poco dinero para tantos bolsillos, pesa sobre el patrimonio industrial la perenne consideración de hermano pobre de la familia frente a recintos monumentales como catedrales o castillos.
El paisaje de la región está marcado y en ciertos casos condicionado por los efectos de la industrialización, con sus factorías y edificios de trabajo de generaciones pasadas que, en muchos casos, guardan un valor arquitectónico lastrado por el paso del tiempo y el camino a la ruina.
El recorrido que ahora se plantea va de la infraestructura –abandonada y en desuso– al placer, el conocimiento y la cultura. De hecho, en algunos lugares las huellas de la revolución industrial han dejado de ser una reliquia para convertirse en nuevos activos culturales.
El interés por resucitar este tipo de construcciones se remonta a los años setenta, con Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos como cunas de los aires de sensibilidad hacia este tipo de edificios. Unos ecos de revalorización cultural que llegaron a España en la década de los ochenta y con el transcurrir de décadas han fraguado en ideas para convertir recintos fabriles abandonados en ejes dinamizadores de territorios a través de rutas turísticas o centros museísticos recreadores de la huella de un pasado reciente.
En el año 2000 el Ministerio de Cultura aprobó el Plan de Patrimonio Industrial, y el Plan PAHIS promovido por la Consejería de Cultura, vino a refrendar la consideración de los vestigios materiales, muebles o inmuebles generados por el hombre a lo largo de su historia mediante actividades productivas o de transporte. «Esta catalogación incluye infraestructuras industriales, edificios, maquinaria, utillaje o alojamientos que son testimonio de un tipo de sociedad industrial», sostiene Jesús del Val, jefe del Servicio de Planificación y Estudios de la Consejería de Cultura.
Desde este departamento, el etnógrafo Benito Arnáiz destaca que el inventario recoge instalaciones que están en uso y otras, la mayoría, que han perdido su función, reflejo de un sector en constante renovación, lo que «permite apreciar las huellas industriales de la comunidad en su conjunto y establecer redes con vistas a usos culturales o turísticos».
«¿Qué mejor registro del pasado podemos conservar que aquellos edificios donde vivieron, trabajaron, disfrutaron y sufrieron nuestros antepasados y que fueron su modo de vida?», defiende Pablo Sánchez, desde la asociación Llámpara, de Valladolid. A su parecer, no conservar estos conjuntos histórico artísticos supone una pérdida y un quebranto sentimental «en la medida que su desaparición equivale a enterrar un periodo de nuestra historia». El colectivo Llámpara surgió en 2003 a iniciativa de un grupo de jóvenes universitarios de Historia y Geografía atraídos por la historia y la estética del patrimonio industrial. Elaboran una revista anual y un calendario de actividades en aras de favorecer el acercamiento a este tipo de edificios de valía menoscabada. «Nos propusimos sensibilizar a la sociedad y dar a conocer este patrimonio», aduce.
La comercialización de productos turísticos en los que intervenga patrimonio industrial es escasa en España en comparación con otros países, explica Pablo Sánchez. «Si no se crean productos turísticos nunca podremos hablar de turismo industrial; ese debería ser el reto». En primera línea figuran harineras y molinos, favoritos por su tipología y gran aceptación para uso hotelero. Pero el inventario recoge edificios variopintos y de uso casi desconocido. En espera de ideas originales y una mano emprendedora que los salve del ruinoso paso del tiempo, figuran centenares de edificios e infraestructuras desperdigados por el mapa rural y urbano de Castilla y León.
El Norte de Castilla
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