Autor:
Josep Maria
Montaner, arquitecto y catedrático de la ETSAB-UPC
Si
Can Ricart en el Poblenou se convirtió en el 2005 en emblema de la lucha por el
patrimonio industrial y por decidir el programa de usos, el posterior proceso
de Can Batlló, el otro gran conjunto fabril que se mantiene en Barcelona, ha
sido muy distinto. Hace bastantes años se estableció un pacto posibilista entre
el Ayuntamiento y los vecinos y vecinas de La Bordeta: se sacrificaba el
patrimonio arquitectónico a cambio de que los equipamientos pendientes desde el
Pla Comarcal se realizaran allí. Ello se concretó en aceptar la operación de
viviendas de la inmobiliaria Gaudir, propiedad de los herederos del dueño de
Can Batlló, Julio Muñoz Ramonet. Parte de las plusvalías de la promoción de
lujosas torres ajardinadas, estratégicamente alineadas en el eje-escaparate de
la globalización de la Gran Vía, entre el centro y el aeropuerto, iban a servir
para financiar parques, equipamientos y viviendas sociales.
Lo
que no se previó, en la época del irresponsable optimismo inmobiliario, fue que
la aguda crisis lo iba a dejar todo estancado, sin compradores ni fondos para
indemnizaciones ni equipamientos. Y ahí empezó el camino de reclamación de Can
Batlló para el barrio.
Por
lo tanto, tenemos dos procesos comparables: el de Can Ricart como frustración y
el de Can Batlló como esperanza. La diferencia entre ambos radica en la
evolución de la coyuntura de la crisis y en el distinto momento municipal en el
que se han producido. Los actores en el campo de fuerzas son similares: un
conjunto fabril del que la propiedad quiere sacar el máximo provecho
dilapidando su valor arquitectónico; un Ayuntamiento alejado del deseo vecinal
y receptivo con los agentes inmobiliarios; y una sociedad crítica que reclama
usos públicos.
La
reivindicación de Can Ricart se produjo en el momento álgido de la burbuja
inmobiliaria y de las urgencias especulativas, con la crispación tras el
fracaso del Fórum 2004 y con una propiedad que, al final, estuvo dispuesta a
negociar con las propuestas vecinales, pero con un Ayuntamiento en decadencia y
con un autoritarismo enfermizo que negó cualquier posibilidad de
replanteamiento. En Can Ricart confluyeron muchos actores sociales:
propietarios, técnicos municipales y de la propiedad, empresarios y
trabajadores afectados, vecinos e historiadores a favor del patrimonio, okupas,
observadores internacionales y fuerzas de orden público; se convirtió en un
auténtico espectáculo del conflicto urbano, que ha dado para documentales,
tesis y tesinas.
En
cambio, la defensa de Can Batlló, ya dentro de la crisis, fue planteada por una
asociación vecinal modesta en sus objetivos, pero bien preparada en el
movimiento cooperativo y autoorganizativo. En esta ocasión se contó con un
grupo de técnicos jóvenes, el colectivo LaCol, integrados al barrio y que se
fueron amoldando a los procesos y que introdujeron el valor del patrimonio. Una
manera de hacer cotidiana, adaptada a la realidad y a las posibilidades del
barrio, ha tenido la suerte de tirar adelante. En el momento álgido, un día
antes de la ocupación del recinto el 10 de junio de 2011, negociaron las mismas
fuerzas —vecinos, propiedad y ayuntamiento—, con el telón de fondo de una
posible represión. Pero esta vez la propiedad tuvo que responder a un contexto
social más empoderado con la eclosión del movimiento de los indignados, y el
Ayuntamiento, en proceso de cambio, aceptó los hechos consumados y ha
indemnizado con creces a los propietarios.
De
la violenta represión en Can Ricart, incendio incluido, se ha pasado a la
ocupación pacífica y festiva de Can Batlló y a un intenso y ejemplar proceso de
autogestión. De un programa, el de Can Ricart, de usos basado en un
equipamiento de lujo, como la Casa de les Llengües, se ha pasado a
equipamientos necesarios para el barrio, paulatinamente negociados y
gestionados. Si Can Ricart es hoy un recinto abandonado y en ruina, aunque esté
declarado BCIN (Bien Cultural de Interés Nacional), Can Batlló va siendo
conquistado y gestionado día a día por voluntarios, que dan vida a las naves
del conjunto, empezando por el bloque 11. Un proceso de participación vecinal
del que hay que aprender y que el pasado 16 de abril celebró el derribo de los
muros que separaban la fábrica del barrio de La Bordeta.
1 comentario:
Muy interesante el artículo. Apenas conocía el caso de Can Batllo, y algo de Can Ricart. Me has incitado a investigar ;-)
A ver que pasa en Bilbao con los pabellones de ZAWP Zorrozaurre cuando avance el proceso de reurbanización (bonito palabro, por cierto)
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