Parece ser que en los
próximos días los silos de las harineras Magro en San Blas, en Alacant, va a
seguir el mismo destino que la inmensa mayoría de los bienes que forman parte
del patrimonio industrial: la desaparición. Ni siquiera quedará convertido en un
montón de cascotes, sino en un solar impoluto en el que ningún vestigio
atestiguará que, una vez allí, hubo una importante fábrica cuyo espacio podría
haberse salvado como testimonio del respeto a las anteriores generaciones de
alicantinos y tal vez destinarse para otros usos. La fábrica de harinas de
Salvador Magro formaba parte de un pequeño conjunto industrial que empezó a
configurarse en el barrio de Benalúa durante la primera mitad del siglo XX. La
fábrica original era de madera, pero durante la guerra civil se incendió y
posteriormente, en 1951, se rehizo con cemento. De esta fecha datan los silos
que el próximo lunes serán derribados.
Hoy, 27 de mayo,
frente al mismo, se ha convocado “al acto de su funeral [a] aquellos que no
quieran permanecer con los brazos cruzados ante su demolición”. La
concentración de despedida tiene un valor simbólico, pues no impedirá que la
piqueta acabe con él, pero no es poco. La mayoría de los bienes son destruidos
sin que nadie organice velatorio alguno en su memoria.
En la argumentación
para su derribo se dice que su conservación “obligaba a desviar las líneas
ferroviarias para que no tocaran los depósitos harineros” y que ello
encarecería notablemente el proyecto de llegada del AVE a la ciudad de
Alicante, retasando además sine die su puesta en funcionamiento. Y de todos es
sabido la perentoria necesidad de tal proyecto, pues al día siguiente Alacant
dejará de tener paro, mejorará sus servicios y sus ciudadanos atarán los perros
con longanizas. Nada ha de detener el ¿progreso?
Hace unos años, en mi
pueblo, Muro, se desvió la autovía para respetar la ermita consagrada a san
Antonio Abad, del siglo XVIII, resultado de la modificación de otra anterior,
del siglo XIV, de la que apenas queda parte de su estructura. Ligeramente, pero
se desvió. El edificio carece de interés arquitectónico y artístico, pero la
ermita de Sant Antoni, como es conocida localmente, goza de una gran estima
entre los mureros y tiene una gran carga simbólica. No tuvo el ayuntamiento, en
cambio, empacho alguno a principios del presente siglo en desmontar toda la
verja de sillares que rodeaba una fábrica de papel de 1919 y destinar estos a
la construcción de una especie de castillo-palacio para las fiestas de Moros y
Cristianos de la localidad, con el fin de que pareciese antiguo. La propuesta
partió del propio arquitecto de la obra.
Ninguna protesta, ni
siquiera crítica alguna, acompañó la decisión, lo que pone en evidencia el
enorme desinterés social existente hacia los restos industriales. Socialmente éstos
no se valoran apenas. La indiferencia hacia los restos industriales es algo
común, la gente no siente el mismo respeto hacia unos bienes que le resultan
demasiado cotidianos, que siempre han estado ahí y que, poco a poco, han ido
perdiendo su función porque los procesos de producción han ido quedando
obsoletos o porque los gustos de los consumidores han cambiado y la demanda es
insuficiente para hacer viable su continuidad, unos bienes que han ido
integrándose en un paisaje cada vez más urbanizado y que, de pronto, han
adquirido un valor económico inusitado como solares.
La evidencia muestra
que el patrimonio que goza de mayor protección es aquel que socialmente tiene
mayor consideración. Si no, ¿cómo se explica que en Muro se desviara la autovía
para preservar la ermita de Sant Antoni? Por intercesión del santo les aseguro
que no fue, pero el pueblo sentía aquel espacio como algo suyo, lo apreciaba.
Si algo no es apreciado difícilmente podrá salvarse. Un hijo, un familiar, un
amigo que sufra una desgracia nos conmueve, pero todos los días desgracias
peores suceden en el eufemísticamente llamado Tercer Mundo, pero no les suceden
a los nuestros, y obviamente no podemos apreciarlos por igual.
El primer paso para
conseguir que el patrimonio industrial sea valorado en su justa medida y, en
consecuencia, protegido y conservado es, a nuestro juicio, el reconocimiento
social de su significación e importancia. Como señala la Ley de Patrimonio
Histórico Español (LPHE) en su Preámbulo, el valor del patrimonio “lo proporciona
la estima que, como elemento de identidad cultural, merece a la sensibilidad de
los ciudadanos. Porque los bienes que lo integran se han convertido en
patrimoniales debido exclusivamente a la acción social que cumplen,
directamente derivada del aprecio con que los mismos ciudadanos los han ido
revalorizando”.
¿Cómo conseguir esa
estima hacia el patrimonio industrial? La Administración es la responsable en
materia de patrimonio, es quien lo gestiona, pero no es ella quien, de forma
arbitraria, define qué es patrimonio, sino que las definiciones que aparecen al
respecto tanto en la LPHE como en las demás leyes sobre patrimonio cultural,
incluida la nuestra, se redactan en función de unos criterios ajenos a la
propia Administración y que son el resultado de un largo proceso de
investigación, reflexión y teorización sobre qué es patrimonio, que hay que
conservar y cómo, de qué manera proteger y restaurar lo que se conserva, etc.
¿Puede alguien creer que el patrimonio arqueológico tendría la protección de
que goza en el conjunto de la legislación sobre patrimonio si antes la
arqueología no se hubiera desarrollado científicamente, se hubiera dotado de un
adecuado aparato conceptual y desarrollado unas técnicas de trabajo precisas
que han permitido, cada vez más y con más medios, obtener unos conocimientos
sobre la vida en un pasado remoto?
El patrimonio
industrial, en cambio, carece de esta base. A las universidades se la trae al
pairo y a sus profesores aún más. Las cosas están bien como están, no hay que tocarlas.
Ya hemos delimitado nuestras competencias: para los arqueólogos el estudio de
las sociedades hasta la Edad Media, para los historiadores de aquí en adelante.
No mareemos la perdiz, que a estas alturas empezar uno a reciclarse da mucha
pereza. Para los primeros las fuentes de conocimiento arqueológicas, para los
segundos las escritas. Los restos materiales, pues, de las épocas moderna y
contemporánea para quien las quiera. Para los historiadores del arte, por
ejemplo, o de la arquitectura. Y, así, si un edificio carece de interés
arquitectónico o artístico, pues ¿para qué lo queremos? ¿Qué más da la historia
depositada en él? No tiene importancia. Lo dicen los propios historiadores, con
su práctica.
Falto, pues, del más
mínimo respeto desde las instancias académicas y sin consideración social
alguna, la pervivencia de los testimonios industriales de nuestro pasado más
próximo es más bien una quimera. Existe ciertamente un buen grado de conciencia
entre diversos profesionales o ciudadanos que, por las razones que sean,
entienden que el pasado es algo más que los historiadores nos cuentan. Pero en
absoluto hay una conciencia colectiva. Ese es el drama.
Así las cosas, cuando
llega el momento ─como es el caso que nos ocupa─ de asistir a la desaparición
física de lo que algunos consideramos un bien relevante de ese pasado
industrial somos lógicamente incapaces de conseguir una movilización lo
suficientemente amplia que haga retractarse a las lumbreras que tan claro
tienen nuestro futuro. Entonces los políticos se posicionan. Pero, no nos
engañemos, todas las formaciones políticas del ámbito parlamentario valenciano
carecen de programa para el patrimonio industrial. Eso no da votos. Así,
mientras Esquerra Unida en Alacant exige la paralización de la orden de derribo,
fruto de un “vergonzoso acuerdo” entre el Consistorio y el Ministerio de
Fomento, y pide su protección, la misma formación en Alcoi no ha hecho nada por
impedir la ruina completa del que sin duda era uno de los patrimonios
industriales más ricos de España. Nada.
Mientras el patrimonio
industrial no sea valorado con unos criterios bien definidos y no se reduzca el
término a las producciones fabriles o arquitectónicas más relevantes desde el
punto de vista estético, admitiéndose al mismo tiempo que todos los restos
materiales de la sociedad industrial-capitalista ciertamente no tienen por qué
conservarse pero sí estudiarse, difícilmente se podrá preservar de una manera
adecuada bienes que sean representativos de toda la cultura material del
período. Es una tarea en la que necesariamente hay que implicar a muchas más
instancias ─las académicas especialmente─, en la definición de qué es
patrimonio industrial, qué hay que hacer con él, qué preservar y qué no. Han de
adoptarse criterios uniformes para poder plantear una política clara a la
Administración sobre él. Mientras, si no, tendremos que contentarnos con
organizar más funerales en vez de celebrar fiestas por la recuperación de los
bienes enfermos de desidia.
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