Patrimonio Industrial nacional e internacional

PATRIMONIO INDUSTRIAL - INDUSTRIAL HERITAGE - PATRIMOINE INDUSTRIEL

martes, 19 de febrero de 2013

Estación de Canfranc, historia de una bilbainada.


Un interesante artículo que trata sobre la historia y construcción de la estación de Canfranc, os recomiendo su lectura.

Autor artículo: Mikel Iturralde

Casi aislada y perdida en la inmensidad del paisaje pirenaico, pegada a la inmensa mole que separa España de Francia, la estación de Canfranc parece un palacio de cuento, mucho más aún cuando la nieve disfraza de blanco la cubierta de pizarra de la terminal. Aunque proyectada a finales del siglo XIX, la obra sólo pudo iniciarse en los años veinte, tras el acuerdo de los dos países y las respectivas compañías de trenes, según los planos del ingeniero alicantino Ramírez de Dampierre. Pero, a su muerte, el proyecto quedó en manos de Obras y Construcciones Hormaeche, una constructora bilbaína, propiedad de Domingo Hormaeche, que en aquellos primeros años de siglo ya era un claro referente en infraestructuras ferroviarias.


El elegante edificio pirenaico, entre modernista y art decó, aparece como por arte de magia en medio de la nada, sorprendiendo al viandante, que nunca se habría esperado encontrar tamaña construcción en los duros parajes pirenaicos. La muralla infranqueable (Labordeta definió y cantó «polvo, niebla, viento y sol, y al Norte los Pirineos») deja al descubierto una gran obra de arte (hoy en un estado de semiabandono), una verdadera exageración para la vista y una proeza harto elogiada en cientos de escritos. De ahí lo de bilbainada, adjetivo que la Real Academia Española no reconoce, pero que en el acervo popular viene a significar una hombrada de la que se habla con excesivo énfasis.

La construcción del ferrocarril de Canfranc no deja de ser una gesta que, con interrupciones y retrasos, se alargó durante 75 años. Dimes y diretes entre políticos de España y Francia impedían una y otra vez abordar el proyecto. Una vez que las máquinas lograron horadar la mole pirenaica y abrir un túnel (Somport) para comunicar a los habitantes de los dos países, la estación se hizo carne. “Es un esplendoroso edificio bañado de diversas influencias arquitectónicas que se concibió como gran escaparate de España ante los visitantes extranjeros”, reza en su leyenda el Ayuntamiento. No hay lugar para la duda. De un gran valor iconográfico, fue la estructura más representativa de un ambicioso proyecto ferroviario que, además de la obligada mano de obra local, exigió el concurso y la leva de cientos de trabajadores vizcaínos. Vista desde el exterior, y sin el sufrimiento que causó el aislamiento de aquellas tierras, la espera mereció la pena.


Las compañías Midi Francés y Norte de España presentaron el proyecto de la estación internacional entre 1909 y 1910, aunque no se empezó a construir hasta 1915, cuando ambos lados quedaron comunicados a través del túnel de Somport; y no se finalizó hasta 1925. Desde el punto de vista arquitectónico, consta de un edificio principal de 241 metros de longitud, varios muelles para trasbordo de mercancías y el depósito de máquinas. En su construcción se utilizaron materiales como el cristal, el hormigón armado y el hierro, habituales en la arquitectura industrial de la época. El complejo está formado por siete piezas totalmente independientes que se conforman a partir de la terminal central de viajeros que, con su llamativa cúpula, marca el eje del conjunto.


El revolucionario cambio
Ramírez Dampierre, que pacientemente ha esperado durante varios lustros el permiso de obra, no podrá ver culminado su proyecto. Su prematura muerte en mitad de los trabajos provoca la entrada en escena de los gestores de Obras y Construcciones Hormaeche. Y su primera decisión es clave para la durabilidad del edificio. Consiguen que el Ministerio de la Guerra, de quien dependen los permisos de ingeniería, les permita introducir el hormigón armado para la construcción de los cuerpos que solo están dibujados en el plano. La autorización llega con un curioso argumento para su concesión. “En caso de demolición, los escombros ocuparán menos espacio”.

El complejo ferroviario fue durante muchos años el más monumental del país, aunque la leyenda lo situaba ya por entonces como la segunda estación de ferrocarril más grande de Europa, sólo superada por la de Leipzig. Otra de las exageraciones que convierten en axioma lo que no pasa de ser un mero bulo. Un verdadero palacio con tejados de pizarra, escaleras de mármol y apliques art decó. Su construcción exigió diez años de obras y obligó a modelar la ladera del monte con muros de contención y 2,5 millones de árboles, en su mayoría pinos silvestres, para frenar la erosión y evitar así el riesgo de derrumbes y avalanchas de nieve. Sus cifras son mareantes: 245 metros de longitud, 300 ventanas, 150 puertas...

“Las estaciones fueron el gran acontecimiento del siglo XIX, como ahora lo son los aeropuertos. Apenas existían modelos. Y son los ingenieros quienes tienen que trabajar sobre estos edificios por primera vez, pues a ellos se les encomienda su construcción; y tenían que hacer arquitectura”. José Manuel Pérez Latorre, arquitecto aragonés que ha trabajado en el proyecto de remodelación de Canfranc y ha estudiado durante tres años la documentación de la obra, destaca la valentía de la firma vasca para cambiar el proyecto original.

El mérito de tan magna obra tiene nombre y apellidos. El proyecto salió de la mano de Ramírez Dampierre, pero la ejecución es obra indiscutible de la bilbaína empresa Obras y Construcciones, que en el primer tercio de siglo se convirtió en algo similar a lo que hoy en día sería Ferrovial, OHL, FCC, Acciona o ACS. Dicen que todas las comparaciones son odiosas, pero el propietario de la constructora sería, por ejemplo, el Florentino Pérez de nuestros días, Esther Koplowitz, Villar Mir, José Manuel Entrecanales o Rafael del Pino. Elijan el personaje. Sin embargo, Domingo Hormaeche es un perfecto desconocido tanto fuera como en su tierra, aunque jugó un papel casi trascendental en la construcción civil de los años veinte y treinta. Su empresa se adjudica los trabajos más importantes de infraestructura ferroviaria, en especial, las obras de los metropolitanos de Madrid y Barcelona.

Vinculado a Bilbao desde su laboriosa adolescencia, Domingo Hormaeche nació en 1880 en Lezama (Bizkaia) donde sus padres respondían del cuidado de las fincas de una de las históricas familias de Neguri, los Lezama-Leguizamón. “Pero a él el campo no le decía nada y prefirió acompañar a uno de sus tíos que tenía un taller de albañilería y se dedicaba a los trabajos de construcción poco después de cumplir los 12 años”, evoca Javier Elorza, concejal del PP de Getxo y biznieto del constructor. El rastro de su negocio apenas está documentado, salvo por las austeras referencias del BOE en la adjudicación de contratos y obras de variada configuración y en algunos crípticos párrafos de la 'Revista de Obras Públicas'. Poco más.
Ni tan siquiera su familia conserva papeles de la época de este empresario autodidacta que, con el sueldo que gana con su tío en unas obras en Castro Urdiales, contrata a un profesor particular para mejorar su escasa formación académica. Al tiempo, prosigue con su aprendizaje como cantero en la capilla del cementerio de Derio y trajina en la construcción del palacio de la Diputación Foral de Bizkaia, donde estuvo a punto de perder la vida al resbalar en un tablón desde el que se accedía al vecino edificio de Arbieto.

La Casa Hormaeche de Galíndez
Con los conocimientos adquiridos junto a su tío, Domingo Hormaeche acaba en 1917 por fundar su propia empresa (Obras y Construcciones) con un capital social ligeramente superior a los 2 millones de pesetas de la época. Y los encargos no paran de lloverle. Sólo en la capital vizcaína, la firma Hormaeche se encarga de la cimentación de las obras del Hotel Carlton, el Depósito Franco, el ensanche de muelles en Uribitarte y Campo Volantín, la ampliación del encauzamiento de la ría y el chalé de los Mac-Mahón. Sin embargo, es en la década de los 30 cuando se conforma su sociedad con el gran arquitecto Manuel Galíndez, que fructifica de forma significativa. El edificio de Aurora Polar, el de La Equitativa y, sobre todo, la Casa Hormaeche (sita en Alameda de Urquijo con Padre Lojendio) son sus mejores aportaciones al patrimonio cultural de Bilbao. Esta última edificación marca un antes y un después en la construcción de edificios al combinar por primera vez las viviendas con los espacios dedicados a oficinas.

La relación de Hormaeche con el acaudalado mundo de Neguri es también muy reveladora. Los patricios de esas familias llegan hasta la sociedad del empresario vizcaíno y forman parte de su accionariado. En sólo una década, es habitual toparse en puestos claves de la firma con los nombres de Luis Beraza, Venancio Echevarría Carega, Francisco Horn y Areilza, Miguel Eskoriaza y Echave, Guillermo Ibáñez, Cándido Ostolaza, Juan Uranga, Santiago Innerarity y Valentín Ruiz Senen.

La excelente relación que mantiene con los linajes de Neguri acaba por abrirle la puerta a decenas de concursos de obras por toda España. Obras y Construcciones Hormaeche participa de forma activa en los trabajos del ferrocarril y minas de Burgos y el adoquinado de la ciudad castellana; el puerto de Orio; la estación de Canfranc y su foso de locomotoras: los cuarteles de Jaca y San Sebastián y el puente de Santa Catalina de la capital donostiarra; la Azucarera Leopoldo en Miranda; el Laboratorio Central de Sanidad Militar; el Hospital Militar de Carabanchel; el Muelle Delicias en Sevilla; la albañilería de la Casa de la Prensa de Madrid; varias de las oficinas de la Compañía Telefónica Nacional de España; firmes de carreteras de varias provincias; el Directo ferrovario Burgos-Madrid y el pantano de Alarzón. Estas están documentadas; pero hay más.

El desliz con Alfonso XIII
Es la Línea 1 del metro de Madrid, que el rey Alfonso XIII inaugura el 17 de octubre de 1919, la que quizá le catapulta a otros contratos. La empresa de Hormaeche construye el trayecto Cuatro Caminos-Sol, con 8 estaciones y 3,48 kilómetros de recorrido. El monarca le saluda efusivamente durante la ceremonia de apertura y él comete el error de tratarle de usted. Su gran fracaso, el metropolitano de Barcelona. Una huelga salvaje y el conflicto con los trabajadores en 1924 provoca la ruptura del contrato y que la CNT le declare “enemigo de los obreros”.

Quién sabe si a raíz de este incidente, el empresario vizcaíno cambia de estrategia y decide apostar por el diálogo y el pacto con los sindicatos y mantener largas conversaciones con Indalecio Prieto para evitar los conflictos laborales. “Mientras otras empresas sufren el boicot de los trabajadores, Hormaeche sigue haciéndose con los mejores contratos del país”, asegura su biznieto Javier Elorza.

La muerte le sorprende en octubre de 1934. Su empresa sigue adelante, aunque su hijo Antonio, un ingeniero de la misma promoción que Pilar Careaga, marca ciertas distancias con la firma, como su padre le había pedido. Y la guerra acaba por borrar, casi de un plumazo, el esplendor del negocio, otrora boyante (en 1929 los activos eran de 27 millones de pesetas). Las tropas republicanas acaban casi por destruir su patrimonio. Los vencedores sospechan de la desafección de la familia al régimen y acaban por incautarse de parte de la casa familiar, salvo la que ocupa su viuda. La suerte de la empresa Hormaeche no es sino el reflejo de lo que la Guerra Civil acabó por romper en la sociedad española. Nuestro Miguel Unamuno definió con certeza y rotundidad este episodio que marcó la vida y el devenir de millones de personas. “Entre los unos y los otros -o mejor los hunos y los hotros- están ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo a España”.

Fuente de texto e imágenes El Correo

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