Un interesante artículo que trata
sobre la historia y construcción de la estación de Canfranc, os recomiendo su
lectura.
Autor
artículo: Mikel
Iturralde
Casi aislada y perdida en la inmensidad del paisaje
pirenaico, pegada a la inmensa mole que separa España de Francia, la estación
de Canfranc parece un palacio de cuento, mucho más aún cuando la nieve disfraza
de blanco la cubierta de pizarra de la terminal. Aunque proyectada a finales
del siglo XIX, la obra sólo pudo iniciarse en los años veinte, tras el acuerdo
de los dos países y las respectivas compañías de trenes, según los planos del
ingeniero alicantino Ramírez de Dampierre. Pero, a su muerte, el proyecto quedó
en manos de Obras y Construcciones Hormaeche, una constructora bilbaína,
propiedad de Domingo Hormaeche, que en aquellos primeros años de siglo ya era
un claro referente en infraestructuras ferroviarias.
El elegante edificio pirenaico, entre modernista y
art decó, aparece como por arte de magia en medio de la nada, sorprendiendo al
viandante, que nunca se habría esperado encontrar tamaña construcción en los
duros parajes pirenaicos. La muralla infranqueable (Labordeta definió y cantó
«polvo, niebla, viento y sol, y al Norte los Pirineos») deja al descubierto una
gran obra de arte (hoy en un estado de semiabandono), una verdadera exageración
para la vista y una proeza harto elogiada en cientos de escritos. De ahí lo de
bilbainada, adjetivo que la Real Academia Española no reconoce, pero que en el
acervo popular viene a significar una hombrada de la que se habla con excesivo
énfasis.
La construcción del ferrocarril de Canfranc no deja
de ser una gesta que, con interrupciones y retrasos, se alargó durante 75 años.
Dimes y diretes entre políticos de España y Francia impedían una y otra vez
abordar el proyecto. Una vez que las máquinas lograron horadar la mole
pirenaica y abrir un túnel (Somport) para comunicar a los habitantes de los dos
países, la estación se hizo carne. “Es un esplendoroso edificio bañado de
diversas influencias arquitectónicas que se concibió como gran escaparate de
España ante los visitantes extranjeros”, reza en su leyenda el Ayuntamiento. No
hay lugar para la duda. De un gran valor iconográfico, fue la estructura más
representativa de un ambicioso proyecto ferroviario que, además de la obligada
mano de obra local, exigió el concurso y la leva de cientos de trabajadores
vizcaínos. Vista desde el exterior, y sin el sufrimiento que causó el
aislamiento de aquellas tierras, la espera mereció la pena.
Las compañías Midi Francés y Norte de España
presentaron el proyecto de la estación internacional entre 1909 y 1910, aunque
no se empezó a construir hasta 1915, cuando ambos lados quedaron comunicados a
través del túnel de Somport; y no se finalizó hasta 1925. Desde el punto de
vista arquitectónico, consta de un edificio principal de 241 metros de
longitud, varios muelles para trasbordo de mercancías y el depósito de
máquinas. En su construcción se utilizaron materiales como el cristal, el
hormigón armado y el hierro, habituales en la arquitectura industrial de la
época. El complejo está formado por siete piezas totalmente independientes que
se conforman a partir de la terminal central de viajeros que, con su llamativa
cúpula, marca el eje del conjunto.
El
revolucionario cambio
Ramírez Dampierre, que pacientemente ha esperado
durante varios lustros el permiso de obra, no podrá ver culminado su proyecto.
Su prematura muerte en mitad de los trabajos provoca la entrada en escena de
los gestores de Obras y Construcciones Hormaeche. Y su primera decisión es
clave para la durabilidad del edificio. Consiguen que el Ministerio de la
Guerra, de quien dependen los permisos de ingeniería, les permita introducir el
hormigón armado para la construcción de los cuerpos que solo están dibujados en
el plano. La autorización llega con un curioso argumento para su concesión. “En
caso de demolición, los escombros ocuparán menos espacio”.
El complejo ferroviario fue durante muchos años el
más monumental del país, aunque la leyenda lo situaba ya por entonces como la
segunda estación de ferrocarril más grande de Europa, sólo superada por la de
Leipzig. Otra de las exageraciones que convierten en axioma lo que no pasa de
ser un mero bulo. Un verdadero palacio con tejados de pizarra, escaleras de
mármol y apliques art decó. Su construcción exigió diez años de obras y obligó
a modelar la ladera del monte con muros de contención y 2,5 millones de
árboles, en su mayoría pinos silvestres, para frenar la erosión y evitar así el
riesgo de derrumbes y avalanchas de nieve. Sus cifras son mareantes: 245 metros
de longitud, 300 ventanas, 150 puertas...
“Las estaciones fueron el gran acontecimiento del
siglo XIX, como ahora lo son los aeropuertos. Apenas existían modelos. Y son
los ingenieros quienes tienen que trabajar sobre estos edificios por primera
vez, pues a ellos se les encomienda su construcción; y tenían que hacer arquitectura”.
José Manuel Pérez Latorre, arquitecto aragonés que ha trabajado en el proyecto
de remodelación de Canfranc y ha estudiado durante tres años la documentación
de la obra, destaca la valentía de la firma vasca para cambiar el proyecto
original.
El mérito de tan magna obra tiene nombre y
apellidos. El proyecto salió de la mano de Ramírez Dampierre, pero la ejecución
es obra indiscutible de la bilbaína empresa Obras y Construcciones, que en el
primer tercio de siglo se convirtió en algo similar a lo que hoy en día sería
Ferrovial, OHL, FCC, Acciona o ACS. Dicen que todas las comparaciones son
odiosas, pero el propietario de la constructora sería, por ejemplo, el
Florentino Pérez de nuestros días, Esther Koplowitz, Villar Mir, José Manuel
Entrecanales o Rafael del Pino. Elijan el personaje. Sin embargo, Domingo
Hormaeche es un perfecto desconocido tanto fuera como en su tierra, aunque jugó
un papel casi trascendental en la construcción civil de los años veinte y
treinta. Su empresa se adjudica los trabajos más importantes de infraestructura
ferroviaria, en especial, las obras de los metropolitanos de Madrid y
Barcelona.
Vinculado a Bilbao desde su laboriosa adolescencia,
Domingo Hormaeche nació en 1880 en Lezama (Bizkaia) donde sus padres respondían
del cuidado de las fincas de una de las históricas familias de Neguri, los
Lezama-Leguizamón. “Pero a él el campo no le decía nada y prefirió acompañar a
uno de sus tíos que tenía un taller de albañilería y se dedicaba a los trabajos
de construcción poco después de cumplir los 12 años”, evoca Javier Elorza,
concejal del PP de Getxo y biznieto del constructor. El rastro de su negocio
apenas está documentado, salvo por las austeras referencias del BOE en la
adjudicación de contratos y obras de variada configuración y en algunos
crípticos párrafos de la 'Revista de Obras Públicas'. Poco más.
Ni tan siquiera su familia conserva papeles de la
época de este empresario autodidacta que, con el sueldo que gana con su tío en
unas obras en Castro Urdiales, contrata a un profesor particular para mejorar
su escasa formación académica. Al tiempo, prosigue con su aprendizaje como
cantero en la capilla del cementerio de Derio y trajina en la construcción del
palacio de la Diputación Foral de Bizkaia, donde estuvo a punto de perder la
vida al resbalar en un tablón desde el que se accedía al vecino edificio de
Arbieto.
La
Casa Hormaeche de Galíndez
Con los conocimientos adquiridos junto a su tío,
Domingo Hormaeche acaba en 1917 por fundar su propia empresa (Obras y
Construcciones) con un capital social ligeramente superior a los 2 millones de
pesetas de la época. Y los encargos no paran de lloverle. Sólo en la capital
vizcaína, la firma Hormaeche se encarga de la cimentación de las obras del
Hotel Carlton, el Depósito Franco, el ensanche de muelles en Uribitarte y Campo
Volantín, la ampliación del encauzamiento de la ría y el chalé de los
Mac-Mahón. Sin embargo, es en la década de los 30 cuando se conforma su
sociedad con el gran arquitecto Manuel Galíndez, que fructifica de forma significativa.
El edificio de Aurora Polar, el de La Equitativa y, sobre todo, la Casa
Hormaeche (sita en Alameda de Urquijo con Padre Lojendio) son sus mejores
aportaciones al patrimonio cultural de Bilbao. Esta última edificación marca un
antes y un después en la construcción de edificios al combinar por primera vez
las viviendas con los espacios dedicados a oficinas.
La relación de Hormaeche con el acaudalado mundo de
Neguri es también muy reveladora. Los patricios de esas familias llegan hasta
la sociedad del empresario vizcaíno y forman parte de su accionariado. En sólo
una década, es habitual toparse en puestos claves de la firma con los nombres
de Luis Beraza, Venancio Echevarría Carega, Francisco Horn y Areilza, Miguel
Eskoriaza y Echave, Guillermo Ibáñez, Cándido Ostolaza, Juan Uranga, Santiago
Innerarity y Valentín Ruiz Senen.
La excelente relación que mantiene con los linajes
de Neguri acaba por abrirle la puerta a decenas de concursos de obras por toda
España. Obras y Construcciones Hormaeche participa de forma activa en los
trabajos del ferrocarril y minas de Burgos y el adoquinado de la ciudad
castellana; el puerto de Orio; la estación de Canfranc y su foso de
locomotoras: los cuarteles de Jaca y San Sebastián y el puente de Santa
Catalina de la capital donostiarra; la Azucarera Leopoldo en Miranda; el
Laboratorio Central de Sanidad Militar; el Hospital Militar de Carabanchel; el
Muelle Delicias en Sevilla; la albañilería de la Casa de la Prensa de Madrid;
varias de las oficinas de la Compañía Telefónica Nacional de España; firmes de
carreteras de varias provincias; el Directo ferrovario Burgos-Madrid y el
pantano de Alarzón. Estas están documentadas; pero hay más.
El
desliz con Alfonso XIII
Es la Línea 1 del metro de Madrid, que el rey
Alfonso XIII inaugura el 17 de octubre de 1919, la que quizá le catapulta a
otros contratos. La empresa de Hormaeche construye el trayecto Cuatro
Caminos-Sol, con 8 estaciones y 3,48 kilómetros de recorrido. El monarca le
saluda efusivamente durante la ceremonia de apertura y él comete el error de
tratarle de usted. Su gran fracaso, el metropolitano de Barcelona. Una huelga
salvaje y el conflicto con los trabajadores en 1924 provoca la ruptura del
contrato y que la CNT le declare “enemigo de los obreros”.
Quién sabe si a raíz de este incidente, el
empresario vizcaíno cambia de estrategia y decide apostar por el diálogo y el
pacto con los sindicatos y mantener largas conversaciones con Indalecio Prieto
para evitar los conflictos laborales. “Mientras otras empresas sufren el boicot
de los trabajadores, Hormaeche sigue haciéndose con los mejores contratos del
país”, asegura su biznieto Javier Elorza.
La muerte le sorprende en octubre de 1934. Su
empresa sigue adelante, aunque su hijo Antonio, un ingeniero de la misma promoción
que Pilar Careaga, marca ciertas distancias con la firma, como su padre le
había pedido. Y la guerra acaba por borrar, casi de un plumazo, el esplendor
del negocio, otrora boyante (en 1929 los activos eran de 27 millones de
pesetas). Las tropas republicanas acaban casi por destruir su patrimonio. Los
vencedores sospechan de la desafección de la familia al régimen y acaban por
incautarse de parte de la casa familiar, salvo la que ocupa su viuda. La suerte
de la empresa Hormaeche no es sino el reflejo de lo que la Guerra Civil acabó
por romper en la sociedad española. Nuestro Miguel Unamuno definió con certeza
y rotundidad este episodio que marcó la vida y el devenir de millones de
personas. “Entre los unos y los otros -o mejor los hunos y los hotros- están
ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo a España”.
Fuente de texto e imágenes El Correo
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