Artículo de Amanhuy Suárez, licenciado en Ciencias Ambientales.
En los primeros años de la colonización europea de Canarias, en las islas realengas, el agua para irrigar los cultivos de caña dulce para la industria azucarera, así como los de subsistencia de las primeras huertas, adquirió el valor del oro; más cuando las aguas de superficie comenzaron a escasear, según avanzaban los decenios y se introducían nuevos productos en nuevos modelos de desarrollo económico agrario. Entonces los caudales de agua gestionados por las primeras heredades -cuyos partícipes cada vez mayores en número por transmisiones hereditarias y compraventas cuando la propiedad de las mismas de carácter comunal se transformó en privada- necesitaron mecanismos o estrategias para su adecuada distribución. Para ello se introduce del área agrícola de la Península Ibérica y Madeira un sistema de arquitectura heredado de la cultura islámica del Al Ándalus, ubicado en los puntos de distribución o de reparto del agua y que daba una precisión milimétrica del fluido: las cajas de agua o cantoneras, construidas bien con obra de fábrica o con tablones de madera.
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La vía de entrada en Canarias debió ser probablemente desde Madeira o también de Andalucía, y muy tempranamente; aunque, esta curiosa arquitectura hidráulica, en razón a lo dicho, adquiere una plena identidad hacia el siglo XVIII, cuando los fraccionamientos de los partícipes se acentúan, las dulas se complican y se requiere una mayor precisión en los repartos. Así se van construyendo verdaderas obras de albañilería hidráulica, algunas en cantería noble y duradera que hoy son preciados bienes patrimoniales. En cada isla estos medidores-distribuidores del agua tiene denominaciones distintas: cajas de aguas, arquillas, troneras, cantoneras… Los más comunes constan de dos o más estanques de pequeñas dimensiones, intercomunicados por el fondo, aunque en los más variados diseños arquitectónicos. El primer recipiente recibe el agua de la acequia, la que pasa al siguiente recipiente ya remansa y desde donde en sus muros laterales se abren al exterior varias bocas o troneras. En estas, unas regletas graduadas marcan la medida de salida del agua. Estas pequeñas obras hidráulicas populares responden con precisión a los principios de la Hidrodinámica.
En Gran Canaria los catálogos etnográficos de los municipios elaborados por la FEDAC, organismo autónomo del Cabildo, contabilizan un total aproximado de medio millar, tanto a cielo abierto como dentro de habitáculos, las casillas del agua; estas se construyeron para asegurar el reparto y medida del agua ante los hurtos. Los mejores ejemplos lo tenemos en las cantoneras de la heredad de Arucas-Firgas, en el Norte de Gran Canaria, levantadas con la emblemática cantería azul de Arucas.
Pero no creamos que ese paradigma de la hidráulica histórica sea patrimonio canario exclusivo. Un solo ejemplo: si vamos por todo el Magreb vemos curiosos distribuidores del agua que se capta en el subsuelo a través de unas curiosas galerías drenantes -similares a nuestras galerías de agua y minas de agua, que ambas son estrategias hidráulicas de diferente naturaleza-, las denominadas foggaras, cuyos caudales alumbrados se distribuyen por acequias pasando antes por el control de unas curiosas cantoneras probablemente similares a las medievales que el mundo árabe generalizó, en la Edad Media, desde Egipto hasta la Península Ibérica.
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¿Qué es de nuestras cantoneras y medidores del agua tradicional? Hoy las modernas llaves de distribución, en las nuevas redes de tubos de plástico que sustituyen a la infraestructura tradicional, han puesto en desuso tanto a las acequias como las cantoneras, con grave peligro de desaparición. ¿Qué hacer para detener este deterioro y posterior desaparición? Antes que nada, que la población sea sensible con que estos medidores antiguos son parte de nuestro patrimonio cultural, conociendo su valor: amamos lo que conocemos, conocemos lo que sabemos y sabemos lo que nos enseñan. Porque por mucho inventariar y legislar (que es necesario) sobre el patrimonio cultural, el desuso y el olvido acaba con todo vestigio cultural, memoria de cada lugar.
Diario de Avisos
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