Artículo de Anje Ribera en El
Correo.
La
selva navarra de Irati concentra toda la atención y eclipsa cualquier otra
visión. Por ello, muchos de los millones de personas que han recorrido su
hayedo, bien sea desde Otxagabia o desde Orbaizeta, se han perdido las riquezas
que existen en sus alrededores. Pueblos como Garralda, Aribe, Hiriberri,
Garaioa, las dos Aubarrea o el más distante Eugi quedan al margen de las rutas
por la premura que imponen las ansias de degustar toda la belleza del paisaje
cromático que ofrece el anillo de verdes y ocres que cada primavera u otoño,
según el color que agrade, rodea el embalse de Irabia, regulador del río que da
nombre al bosque.
Oculta
por la alargada sombra de Irati está, por ejemplo, una de las muestras más
importantes de la primitiva arqueología industrial que se puede encontrar en el
norte de la península. Las ruinas de la real fábrica de armas de Orbaizeta
pasan desapercibidas para el viajero, cuyos ojos se ven cegados por el derrame
de naturaleza que desprende la mancha verde mejor conservada de Europa y sus
17.000 hectáreas de extensión.
Sólo
los amantes de la montaña tropiezan con los vestigios de la antigua factoría
construida bajo el mandato de Carlos III en el siglo XVIII, concretamente en
1784. Lo hacen cuando buscan las cimas que separan España de Francia y su
contraste brutal con Irati por una alopecia arbórea fruto de siglos de desforestación
para fines y objetivos militares. Pero de esa zona se hablará al final.
La
riqueza maderera de esta zona del norte de Navarra, la relativa proximidad de
distintas minas de hierro y los inagotables cauces de las corrientes de agua
que nacen en los Pirineos llevaron al conde de Lazy y a los expertos del cuerpo
de infantería a elegir Orbaizeta –a cinco kilómetros de una frontera enemiga–
para ubicar allí la principal fábrica de armas que abasteciera al ejército del
monarca Borbón tras el decaimiento de la que se estableció previamente en la
localidad asturiana de Trubia.
Amparándose
en la más poderosa de las razones, que no es otra que la propia razón, se situó
la factoría en este municipio del valle de Aezkoa, en el mismo lugar donde al
parecer ya hubo una explotación romana y más tarde –en el siglo XV– existió una
vieja ferrería explotada por la nobleza francesa. Justo en medio de un
desfiladero que separa los montes de Mendilatz y Arlekia.
La
fuerza del Legarda
El
río Legarda, debídamente canalizado y frenado por presas, fue el encargado de
aportar la fuerza motriz y el agua para enfriar las piezas. Los vecinos y
propietarios de terrenos no constituyeron ningún problema. Fueron víctimas de
su inocente candor y, convencidos por la fuerza de las armas o comprados a
cambio de un empleo poco menos peligroso que el de soldado, cedieron sus
bosques.
Sin
embargo, en los primeros albores de lo que hoy llamamos bienestar social, para
la masa obrera se creó un pequeño asentamiento –con iglesia incluida– que ha
resistido al paso del tiempo. Allí vivieron los distintos directivos de la
fábrica –todos militares–, la guarnición que la custodiaba y los propios
obreros. La dotación para su cuidado estaba compuesta por un médico, dos
maestros de escuela y, por supuesto, un capellán.
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La
producción era variada, desde todo tipo de bombas de hierro colado hasta
granadas, pasando por munición de distintos calibres. La estructura de trabajo
se basaba en un planteamiento industrial importado de Inglaterra o copiado del
modelo enciclopédico francés, con una separación clara de los distintos
espacios de trabajo.
El
complejo estaba dividido en cuatro líneas paralelas de proyección longitudinal,
otros tantos hornos, un sistema que conectaba las carboneras y los almacenes de
mineral con la propia boca de las fundiciones a través de unas plataformas
aéreas. Las instalaciones también contaban con talleres de carpintería y
cerrajería, además de almacenes cubiertos y al aire libre. Hoy en día hace
falta algo de imaginación para divisar in situ este esqueleto. La señalización
y los carteles que lo explican son claramente insuficientes.
Una
vieja bruja en las instalaciones
La
factoría de Orbaizeta vivió varios períodos operativos y sufrió también
espacios de tiempo en los que dejó de funcionar tras ataques de las tropas
francesas en la guerra de la Convención (1784) y la invasión napoleónica de la
Guerra de la Independencia (1808), y durante la contienda carlista (1834),
además de por incendios fortuitos en 1869 y 1871. Fue reconstruida una y otra
vez hasta que a finales del siglo XIX cerró definitivamente sus portones.
Las
instalaciones y viviendas cayeron en manos de particulares. Las destinaron a
explotación agraria, ganadera y forestal. Las casas siguen habitables, aunque
sin apenas moradores. Las instalaciones industriales, por contra, viven un
estado de avanzada ruina y son devoradas sin prisa pero sin pausa por la
insaciable vocación invasora de la vegetación.
Aun
así, su visita es más que recomendable. Alojarse en la modesta casa rural
colindante puede ser una buena idea, más si fructifica un proyecto que quiere
convertir los vestigios en un centro de interpretación de arqueología
industrial. El primer paso debe ser declarar las ruinas bien de interés
cultural, para luego poder solicitar subvenciones y sacar adelante el proyecto.
No
hay que temer a la vieja bruja que, según la leyenda, deambula por las
instalaciones. Si la encuentran pregúntele sin miedo, porque ella conocerá
mejor que nadie las azarosas historias que atesoran las húmedas y mudas paredes
de la real fábrica. Hemingway o Valle Inclán la desafiaron durante las visitas
documentadas que realizaron.
Otra
ocurrencia brillante puede ser utilizar las ruinas de la factoría de Orbaizeta
como pórtico de acceso a rincones tan interesantes como el puerto y el refugio
de Azpegi, Txangoa, el monte de Urkulu o la cueva de Arpea. Sin darse cuenta el
visitante cruzará la frontera y se adentrará en Francia. Un mensaje de su
compañía telefónica recordará a su móvil que ya está en situación de suma
vulnerabilidad ante el inexplicable y temible roaming. Allí todavía la
imaginación traslada al turista a los pasados tiempos de los contrabandistas o
de los mugalaris que durante la Segunda Guerra Mundial introducían en España
–con destino final en Portugal– a los aviadores aliados que caían en la Francia
ocupada por los nazis. Hoy sólo es posible divisar a caballos y pottokas que
pastan y a excursionistas del otro lado de la frontera. Y, por supuesto, vistas
sin fin.
El Correo
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