Autor: D. López
Zaragoza
afrontará durante los próximos meses el reto de demostrar que es capaz de
pelear por el patrimonio histórico que le pertenece. El legado de Averly va más
alla de unas instalaciones que han pasado a manos privadas con la venta del
terreno. Se aloja en su interior, en los materiales y hasta en las paredes de
esa antigua factoría que se levantó en 1880 en la antigua ronda del Campo
Sepulcro. O en los documentos que atestiguan cómo fue la Zaragoza industrial
del siglo XIX, su evolución hasta nuestros días, sus cambios en los modelos
productivos, empresariales y energéticos... Una huella en el centro de la
capital que, como otras muchas lo hicieron antes, lleva camino de sucumbir a la
piqueta si nadie (instituciones y ciudadanos) lo evita. El problema para la
ciudad, y para Aragón, es que esta puede ser la última. Y que, después, ya será
tarde.
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La
importancia de la firma Averly en la industrialización de Zaragoza y Aragón
está más que demostrada. Muchos autores han escrito sobre ello. Su influencia y
su participación en hitos históricos como el estreno de la primera línea de
ferrocarril de la comunidad autónoma (Zaragoza-Gallur), su colaboración con la
familia Escoriaza en la implantación del antiguo tranvía, su apuesta por la
energía térmica y la empresa de Isaac Peral (Electra Peral), la llegada de la
electrificación y cómo algunas empresas, como ella misma, se autoabastecían de
suministro, la importancia del agua y del Canal Imperial para sacar adelante
una producción que, en su caso, tuvo la virtud de diversificarse para poder
expandirse; o cómo la capital aragonesa sacó rendimiento de su posición
estratégica en el mapa de España. Quizá rescatarlo sirva para aprender en el
futuro, ya lo está haciendo en el presente. Porque el pasado que no se conserva
se reduce a ser solo eso, pasado.
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Precisamente
fue su disponibilidad de agua y su buena comunicación lo que movió al ingeniero
francés Antonio Averly a desembarcar en la capital aragonesa desde Lyon. En un
momento en el que la base agraria de la región posibilitó la implantación de
una industria agroalimentaria, fundamentalmente la harinera y azucarera, y un
sector metalúrgico que permitía cubrir sus necesidades.
El
problema en sus inicios en Zaragoza, en 1863, era que no disponía de fundición
propia y debía echar mano de otras empresas. Por eso contaba con ocho
trabajadores en su primer taller de la calle San Miguel. Pero Averly rompió con
un modelo de empresa muy atomizado en Zaragoza en el que el 70% tenía menos de
cinco empleados. A finales del siglo XIX ya tenía más de cien y en los años 20,
más de 200.
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En
1875 se unió a la sociedad Juan Mercier y en 1876 forma parte de Averly,
Montaut, Bardey y Cía con talleres en la calle de la Torre. Pero es en 1880
cuando da el salto en solitario con su traslado a sus nuevas instalaciones de
Campo Sepulcro, junto a la vieja estación del Portillo y muy cerca de
Escoriaza, a quien luego le suministró muchas piezas para los primeros tranvías
de Zaragoza y ferrocarriles para Aragón. De hecho, en sus naves aún se
conservan algunos de esos primeros bogies, sobre los que se montaban los
vagones de esos trenes.
El
fundador, Antonio Averly, dio paso al cambio generacional en 1903, en un
momento en el que la industria aragonesa atravesaba una coyuntura económica
excelente. La dirección pasó a sus hijos, para en 1912 acabar en manos de su
hijo Fernando, como único dueño.
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Seis
años después pasaría a ser sociedad anónima (y a llamarse Averly, SA) siendo un
ejemplo más de empresas que, tras la primera guerra mundial, adoptaron esta
solución para subsistir. Faustino Bea se hace con su dirección durante más de
40 años, hasta que en 1960 le sustituye Guillermo Hauke Bea. En la actualidad,
tras el fallecimiento de este, la propiedad se reparte entre su viuda Mari
Carmen (50%) y dos sobrinos.
Averly
guarda en su interior auténticas reliquias sobre el funcionamiento de una
fundición que desde finales del siglo XIX proporcionó todo tipo de piezas y
maquinaria. Son conocidas sus turbinas, maquinaria de vapor como apisonadoras
que se usaban para el compactado de la zahorra en las carreteras, piezas para
el ferrocarril y tranvías, e innumerables muestras de la metalurgia en Aragón y
España. De hecho, también alberga un vasto archivo documental de publicaciones
de principios del siglo XX en las que aparecían las novedades tecnológicas.
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SECRETO
También puede servir su legado para documentarse sobre cómo la industria se
debatía entre la energía térmica y la hidráulica para abastecerse, o cómo le
afectaban los puntuales cortes de agua del Canal Imperial, interrumpiendo la
producción.
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Fue,
además, una de las primeras empresas capaz de autoabastecerse de suministro
eléctrico. De hecho, sus instalaciones guardan un secreto inconfesable en el
subsuelo de una de sus naves, un sótano en el que se encontraba la turbina que
dotaba de luz a la factoría y que los dueños nunca desvelaron para evitar pagar
el IBI correspondiente al consistorio.
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En
definitiva, abrir las puertas de Averly a los zaragozanos o a la comunidad
científica y los visitantes sería una forma de poner en valor un patrimonio
que, siendo privado, poca gente conoce. Es curioso cómo ha cesado su actividad
en Zaragoza hace pocos meses sin que se haya apercibido nadie, o cómo se ha
formalizado una venta de suelo en silencio incluso para la Administración. O,
lo más grave, que haya habido que esperar a eso para pensar que quizá era un
bien de interés que conviene preservar. Un reto que ahora la ciudad debe
decidir si lo asume como propio y las instituciones trabajan en los medios para
no ser cómplices de su extinción.
El Periódico de Aragón
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